¿Y si acabaramos con los fundamentalistas?
16/11/2015 | carlosgoga | crisis | No hay comentarios
Hace apenas 24 horas que nos quedamos perplejos ante los terroríficos atentados que han sufrido los parisinos. No hay palabras para describir el shock que la noticia me provocó y el profundo sentir de tristeza, dolor e impotencia que me acompaña desde ese mismo momento. Aún ahora reconozco en mi la sombra que me invadió.
He estado un par de veces en París y la conozco en su belleza y su magia. La primera vez estuve con mi querida Verónica, gran mujer, muy joven entonces los dos, pero bien hermosa y de gran corazón. Durante una semana, disfrutamos de la ciudad del amor, en su literalidad, con intensidad y abundancia. La segunda y última vez estuve con mi hijo. Fueron dos días inolvidables recorriendo los lugares más entrañables y reconocibles de la ciudad. Pero no ha sido sólo eso.
No ha sido sólo el recuerdo de lo que viví en París. En los últimos años, he tenido la suerte de conocer y disfrutar, desde la intimidad, de decenas de hombres y mujeres que residen allí y que hoy por hoy, sin dudarlo, considero amigos y amigas del alma. Nuestra relación es una relación de corazón a corazón. Nuestro vínculo está abierto y lo reconozco ahí, cierto e incondicional. Pensar en ellos ha sido como sentir desde ellos. Su tristeza es mi tristeza, su dolor es mi dolor, su impotencia es mi impotencia y su rabia es mi rabia. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? ¿Cómo consolar?
Los atentados de este fin de semana, además, me han retraído a aquellos nefastos 11-S y 11-M. ¡Wow! ¿Cómo escribir sobre aquéllo?
Primero aquel 11 de septiembre, en 2001, el que todos conocemos como el 11-S. Estaba reunido con un par de compañeros norteamericanos en mi despacho de Terra Lycos preparando la reunión de directivos que íbamos a celebrar empezando el día siguiente. De repente, nos interrumpieron y nos emplazaron a encender el televisor. No dimos crédito a las imágenes que vimos. «¿Qué película es ésta?» fue la pregunta que hizo Tim cuando vio la colisión del segundo de los aviones contra las torres gemelas. «No, no es una película, Tim. Son las noticias de la televisión pública española y esto está pasando en directo» respondí. Su reacción fue escalofriante. Otros muchos norteamericanos, ellos y ellas, entraron en el despacho. Inmóviles, aterrados, repetían una y otra vez «Oh, my God! Oh, my God!». ¿Qué decir? ¿Qué hacer? ¿Cómo consolar?
Un par de años después, en 2003, una llamada de teléfono me despertó. Estaba en Madrid. Entonces vivía en la zona de Ibiza, cerca del Retiro. La que fue mi mujer acababa de pedirme la separación y decidí alejarme de la situación para descansar de la intensidad del momento. Era el 11 de marzo. «¿Estás bien?», me preguntó mi madre desde la otra parte del teléfono. «Si, claro, estoy bien. Me acabas de despertar ¿Qué ha pasado?», respondí. Mientras hablábamos y me contaba, encendí la tele y ví las primeras imágenes. Aquello era Atocha pero aparentaba una escena de una película de zombies. Me levanté y salí a la calle. El caminar desde casa hasta la estación de Atocha apenas fueron 10 minutos. Allí me quedé toda la mañana. No había nada que hacer o no supe qué hacer. Presencié estupefacto cómo la gente salía de Atocha, cabizbaja, en silencio. Una larga fila de coches fúnebres y ambulancias ocupaba la plaza. Durante un buen rato, acompañé a un hombre con traje y corbata, ensangrentado y polvoriento, los dos sentados en una acera. Más tarde, acudí al Hospital del Niño Jesús a donar sangre. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? ¿Cómo consolar?
La historia reciente, eso lo sabemos todos, recuerda aquellos primeros atentados como el 11-S y el 11-M. Han habido otros atentados terroríficos, igual de macabros y arbitrarios, en diferentes ciudades, pero ya no son lo mismo. Es irracional, incluso irresponsable, pero así es. Por razones caprichosas, algunos los recuerdo y otros los olvido. Quizás, desgraciadamente, recuerde el atentado de este fin de semana en París como el 13-N. ¿Lo olvidaré? ¿Lo olvidaremos?
Si algo he aprendido durante estos años, ya casi 15 años desde el primer 11-S, es que los políticos occidentales (y los medios de comunicación que les hacen los coros) señalan siempre, indiscutiblemente, como responsables únicos, a los yihadistas. Nada tienen que ver con Occidente ni con nuestros gobiernos y sus políticas. Y nos presentan a los yihaditas como una especie de monstruos humanos que respiran odio y se nutren de la sangre ajena. Al principio hablaban de Al-Quaeda; ahora hablan de ISIS. Primero se escondían en Irak y Afganistán; ahora están en Siria. ¿Qué decir? ¿Qué hacer?
También he aprendido que los políticos occidentales, atrincherados en sus gobiernos, con pruebas o sin pruebas, con claridad o sin claridad, con agendas ocultas o sin agendas ocultas, han construido legitimidad política desde los atentados para hacer la guerra y, desde la más absoluta irracionalidad, responder al terror con mucho más terror para acabar con el terror ¿De verdad alguien se cree que el terror se acaba con dosis multiplicadas de terror? Primero fue Irak y Afganistán; ahora también en Siria, siempre una guerra de terrores que responde a sus intereses de élite y que la población, cuando ha tenido ocasión, bien ha respondido con el lema «Vuestra guerra, nuestros muertos».
Pero hay algo más que he aprendido (quizás hemos aprendido?) durante estos últimos 15 años.
He aprendido que los políticos occidentales (y los medios de comunicación que les hacen los coros), esos que señalan indiscutiblemente como responsables únicos del terror a los fundamentalistas yihadistas, esos mismos políticos se comportan ellos mismos como una élite de «fundamentalistas capitalistas» que todo lo justifican desde el mercado y el beneficio y que les importa una mierda cualquier cosa que concierna a la población, a los demás, a nosotros. Las múltiples crisis en las que estamos inmersos bien lo ilustran.
Y su «fundamentalismo capitalista», ese que todo lo justifica desde los mercados y el beneficio, tiene un reflejo cierto cuando se trata de los ciudadanos de sus propios países. ¿Que los niños pasan hambre? Se siente; la austeridad y los bancos por delante. ¿Que las familias pasan frío? Se siente; la austeridad y los bancos por delante ¿Que los mayores pierden los ahorros de toda una vida? Se siente; la austeridad y los bancos por delante. ¿Que los jovenes tienen que emigrar para empezar una vida? Se siente; la austeridad y los bancos por delante ¿Que las empresas cierran y los empresarios quedan despojados de cualquier oportunidad de vida? Se siente; la austeridad y los bancos por delante ¿Que los trabajadores retroceden en derechos y se encuentran ante la disyuntiva del paro o un empleo de pobre? Se siente; la austeridad y los bancos por delante ¿Que aumentan los índices de violencia doméstica y los suicidios? Se siente; la austeridad y los bancos por delante ¿Que la educación y la sanidad retroceden? Se siente; la austeridad y los bancos por delante.
Y cómo no, ese mismo «fundamentalismo capitalista», ese que todo lo justifica desde los mercados y el beneficio, también nos ofrece un reflejo cierto cuando se trata de los ciudadanos de otros países ¿Que hay inmigrantes que se la juegan una y otra vez para buscar una oportunidad de vida? Se siente; la austeridad y los bancos por delante ¿Que hay refugiados que claman por una segunda oportunidad lejos del horror? Se siente; la austeridad y los bancos por delante ¿Que cualquiera con dinero pide comprar armas y bombas? Se siente; la austeridad y los bancos por delante ¿Que cualquiera sin dinero pide financiación para comprar esas armas y esas bombas? Se siente; la austeridad y los bancos por delante. ¿Que toca utilizar drones para hacer la guerra en Oriente Medio y mantener el monopolio energético del petróleo y del gas? Se siente; la austeridad y los bancos por delante. ¿Que esos mismos drones que nos presentan como tecnológicamente perfectos masacran equivocadamente a la población civil, matando por centenas a mujeres, ancianos y niños? Se siente; la austeridad y los bancos por delante.
A estas alturas, podría hacer como que no hubiese aprendido nada en estos últimos años, escandalizarme ante el horror y sumarme a los coros oficiales. Pero no es así. No sé callar lo que he aprendido.
Creo que lo mejor que podemos hacer nosotros, los ciudadanos de Occidente, para evitar situaciones como las vividas, para que el horror no se repita y hacer de este mundo nuestro un mundo mejor, lo que debemos hacer es acabar con los «fundamentalistas capitalistas» que todo lo justifican desde el mercado y el beneficio, desde la banca y la deuda. Acabar con esos personajes de la vida pública que creen que la manera de acabar con el terror es provocando aún más terror. Desgraciadamente, todo indica que entre nosotros también habita esa clase de personas monstruosas que respiran odio y se nutren de la sangre ajena. Acabar con ellos significará acabar con la venta indiscriminada y la financiación abierta de armas; acabar con los ataques de drones tecnológicamente (im-)perfectos y las masacres de mujeres, ancianos y niños; acabar con las guerras del petróleo y del gas; acabar con el lema «Vuestra guerra, nuestros muertos»; acabar con la necesidad de huir del terror y convertirse en vagabundo del mundo con la etiqueta de «inmigrante» o «refugiado»; acabar con los atentados terroristas en nuestras ciudades y con un estilo de vida y de poder que sólo conciben desde el miedo permanente de los ciudadanos.
Pido abiertamente que no alimentemos el terror con mucho más terror y que no repitamos los errores de ayer. Pido que no cerremos los ojos, que no nos tapemos los oídos y no giremos la cabeza ante la irresponsabilidad que tenemos en Occidente al permitir que nuestros «fundamentalistas capitalistas» campen a sus anchas alentando, promocionando, alimentando, financiando y haciéndonos participar (a los ciudadanos) en guerras que se traducen en masacrar a mujeres, ancianos y niños (lo que llaman «población civil»), guerras que sólo se legitiman en medio de una gran confusión y que, según nos dicen, persiguen pseudointereses geopolíticos y militares que íntimamente, en nuestro corazón, cuando nos atrevemos a mirar al espejo y pensar las cosas que no quieren que pensemos, bien sabemos que sólo responden a sus intereses económicos.
Hoy, en conversación con un buen amigo, le decía que bien nos valdría aprender de aquellas profesiones que rebosan sabiduría. Yo amo a los apicultores. Su sabiduría me llega muy básica. Cuando se acercan a una colmena, lo hacen con delicadeza y respeto. No la golpean como si de un tambor se tratase. Y aún siendo así, si una abeja les pica, no se les ocurre golpear la colmena de rabia, ni quemarla y matar a todas las abejas.
Creo que para los occidentales, Oriente Medio es como una gran colmena descontrolada. La historia bien sabe que nuestros gobiernos han participado activamente en ese descontrol. Protejámonos de los ataques que nos lleguen, eso es legítimo y conveniente, pero hagámoslo mientras hacemos nuestra parte del trabajo: acabar con los «fundamentalistas capitalistas» que campan a sus anchas pegándole golpes a la colmena.
Y luego, una vez limpia nuestra casa de Occidente, quizás podamos mirar atrás con generosidad y ayudar a las comunidades árabes y musulmanas a acabar con sus propios fundamentalistas, los terroristas yihadistas. Es fácil intuir que los hombres y mujeres de allí tienen muchas, muchas ganas de acabar con la barbarie y con los bárbaros que las provocan.
Y todo esto lo escribo apenas 24 horas después de los atentados de París. Y pensando en ellos y sintiendo desde ellos. Porque su tristeza es mi tristeza, su dolor es mi dolor, su impotencia es mi impotencia y su rabia es mi rabia. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? ¿Cómo consolar? En verdad, no lo sé. Aunque recordar este sencillo cuento del anciano indio Cherokee me reconforta.
Etiquetas: corrupción, mentiras, oclocracia, políticos