Este 20-D, votemos jóven, votemos nuevo, votemos vida
15/12/2015 | carlosgoga | cambio, crisis, otra economía | No hay comentarios
Son algunos los momentos en los que la nostalgia me invade y añoro aquel mundo en el que viví siendo más joven. Un mundo en el que la vida parecía tener sentido porque “la historia de la vida” que me contaron tenía sentido. Si estudiaba y conseguía buenas notas, si encontraba una mujer, me enamoraba y creaba una familia, si curraba de sol a sol y progresaba profesionalmente, entonces alcanzaría la felicidad. Salvo que realizase alguna locura, el éxito y el bienestar me esperaban a la vuelta de la esquina. Sólo tenía que obedecer las reglas de nuestra sociedad. Ser educado en mi trato con los demás. Leer EL PAÍS y EL MUNDO para conformarme una opinión objetiva sobre la sociedad. Mantenerme informado sobre las últimas innovaciones de nuestro tiempo y seguir fortaleciendo mi educación. No quebrantar la ley. Votar cuando se convocasen elecciones. No caer en las tentaciones de la vida como las drogas, el juego o la prostitución.
Por supuesto, existían muchos problemas que atender, pero las soluciones estaban ahí y sólo era cuestión de tiempo. Antes o después, un nuevo avance médico, una nueva tecnología, una nueva ley, una nueva cumbre mundial o una nueva técnica empresarial aparecerían para solucionar los grandes problemas de España, de Europa y de la humanidad.
Esta percepción, la que reconozco como “mi percepción joven”, era parte de una narrativa, de una historia colectiva que decía que “la humanidad iba camino de crear un mundo perfecto a través de la ciencia, la razón y la tecnología, dentro de una gesta colectiva que había arrancado hacía siglos y que perseguía conquistar la naturaleza salvaje, trascender nuestros instintos animales y diseñar una sociedad puramente racional”.
Desde mi punto de vista, esta creencia colectiva, esta narrativa compartida, era incuestionable. Mi educación, los medios de comunicación y las rutinas de mi vida confirmaban mi percepción. “Todo va bien”, escuchaba, “España va bien”. La historia que me rodeaba era coherente y, si surgía alguna anomalía, alguna situación que no encajaba fácilmente, entre todos la empujábamos a los márgenes de la vida.
Sin embargo, con los años empecé a sentir que había algo que no funcionaba según me decían, que había algo roto en mi percepción. “La vida”, pensaba, “debería ser más divertida que todo esto, más real, más complaciente, más importante; y el mundo, el mundo debería ser un lugar más pacífico y más hermoso”. No tendría por qué odiar los lunes ni concentrar el buen sentir a los fines de semana. No tendría por qué atravesar permanentemente situaciones y conversaciones violentas, ni luchar en silencio contra ese sentir íntimo mío de miedo a las acciones de los demás. No tendría por qué ir a sitios a los que no quería ir, a hacer cosas que no quería hacer, ni a estar con gente con la que no quería estar.
Además, cuando levantaba la cabeza y miraba al mundo, veía como miles de millones de personas seguían pasando hambre, como los bosques del Amazonas caían uno tras otro bajo la forma de explotaciones forestales, como los gobiernos y las televisiones nos enseñaban las miserias de la gente y nos atufaban con un miedo al mundo que no me correspondía. Y reconozco que, aun así, todo esto encajaba en mi percepción como soluciones pendientes a problemas fragmentados y aislados, o como desafortunadas situaciones de esa naturaleza salvaje que aún se manifiesta, o como temas tabús que era mejor ignorar.
Hoy, sin embargo, me resulta muy obvio que aquella “percepción joven” mía, aquella “historia de la vida” que me contaron, no corresponde a mis realidades de vida y sí a una burbuja artificial que rebota, en extremos, una y otra vez, sobre un gran sufrimiento humano y sobre una extrema degradación medioambiental.
En algún lugar en mi interior, creo que siempre lo supe. Este conocimiento raras veces se me manifestó con claridad, pero creo que siempre estuvo ahí. Y cómo no lo escuché, se dejó oír de múltiples maneras. Adicciones, pereza, mal humor, dificultad para dormir, incapacidad de sonreír… todas ellas sentires fáciles para minimizar o reducir mi participación en una vida que no era ciertamente mía ni ciertamente veraz. Hoy lo veo claro. Cuando la mente se llena de razones y no encuentra maneras para decir “no”, o simplemente cuando la mente no escucha, es el corazón el que dice “no” con su propio lenguaje, con sus propios medios.
Aquella manera joven de entender la vida, “la historia de la vida” que me contaron, aún sigue siendo parte de la creencia colectiva de muchos individuos de nuestra sociedad. Pero esta narrativa, esto que consideramos “normal”, se está derrumbando por momentos de una manera sistémica. Las instituciones que protagonizan la sociedad han perdido su vitalidad y su función social; y nuestros dirigentes huelen a depravación, mentira y corrupción. Sólo desde la autosugestión profunda somos capaces de afirmar que no, que no es así y que “Todo va bien”. Nuestros sistemas financiero, económico, político, sanitario, educativo y judicial, por nombrar algunos, no funcionan como deberían, o incluso funcionan en la dirección opuesta a como deberían. Ya somos millones los que nos hemos dado cuenta. Y no sólo en España, sino mucho más si cabe en los principales países de nuestro entorno.
Aquella “historia de la vida” que marcó mi juventud y que aún refleja la “normalidad” de muchos, la he encontrado en diversos libros con nombres como “el camino de la rata”, “la historia de la separación” o “las crisis del iceberg”. Todos estos libros hablan de lo mismo, todos dicen que la civilización de Occidente no va por el camino correcto, que se está desmoronando, que “lo viejo ya no sirve y está muriendo” y que mejor “hagamos sitio a lo nuevo para que pueda nacer”.
De alguna manera, aceptar lo anterior es aceptar la pérdida de lo conocido para adentrarnos en la incertidumbre de lo desconocido. Y legítimamente, a nivel individual y colectivo, entramos en la negación para evitarnos el dolor de la pérdida y el miedo al futuro. Es como cuando un niño descubre que el Ratoncito Pérez o los Reyes Magos no existen, que aquellas historias que nos contaron y que albergaban tanta ilusión son, simple y llanamente, historias que se desvanecen por falsas o por inoperantes.
Hoy por hoy, ya no podemos ignorar la extrema degradación del medio ambiente, la irracionalidad de nuestro sistema económico, la corrupción que inunda nuestro sistema político y judicial, la inutilidad del sistema educativo en todos sus niveles, el deterioro de la salud y de la alimentación de las personas, la persistencia e incluso el aumento de la pobreza (a nivel local y global) y la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza. Ni tampoco podemos ignorar que hombres y mujeres caen permanentemente en la incomprensión y el conflicto, que los psicólogos y psiquiatras viven en una edad de oro, que la insatisfacción y el miedo al desempleo inundan a cualquiera que tenga un puesto de trabajo, que nuestros jóvenes están tan huérfanos de estilo de vida como de atención de sus familias, escuelas y gobiernos.
Cuando era joven, nuestro sistema ideológico y los medios de comunicación protegían aquella “vieja historia de la vida”. Pero en los últimos años la realidad ha hecho tantas incursiones que la burbuja ha explotado y nos ha dejado desnudos, sin una “historia colectiva”. Hemos perdido la visión del futuro que una vez tuvimos. Muchos viven sin esa visión, sin saber hacia dónde va la sociedad. Se suponía que el mundo evolucionaba a mejor. Se suponía que cada vez íbamos a ser más ricos y más listos. Se suponía que la sociedad viajaba por el camino del progreso.
Y sin embargo, lo mejor que nos llega es recuperar parte del bienestar del pasado. He visto bastantes debates, sino todos, de los diferentes candidatos a Presidente del Gobierno para las elecciones del 20-D. El PP y el PSOE, los dos partidos viejos, lo único que han hecho es jugar a la descalificación y al “y tú más”, y cuando se resbalaba alguna propuesta, sólo han sido capaces de ofrecer que vamos repetir lo que no ha funcionado, a recuperar una mínima parte del bienestar del pasado, que lo único a lo que podemos aspirar es a sobrevivir en un mundo ultracompetitivo en lo económico, tirano en lo financiero, corrupto en lo político y ajeno a todo lo demás. Ciudadanos y Podemos, los dos partidos nuevos y jóvenes, al menos han aportado frescura al discurso político y se han atrevido con algunas propuestas diferentes, tímidas a mis ojos y excesivamente convencionalistas, pero al menos frescas y diferentes, con indicios de querer limpiar la situación y con ganas de explorar alternativas novedosas.
Mientras les escuchaba, no he podido dejar de pensar en cómo recibiría este momento si fuese aquel joven ingenuo que se creyó la vieja “historia de la vida”. O en como recibiría la situación si fuese un nuevo joven. ¿Y sabéis qué? Nada, nada he escuchado en los diferentes discursos que ofrezca algo realmente nuevo y esperanzador. Sino todo lo contrario, sólo he escuchado más de lo mismo, más de lo viejo repetido, más de lo viejo parcheado.
¿Qué ha pasado con esa visión de la sociedad (y del mundo) con igualdad de oportunidades, sin pobreza, sin basura, sin contaminación, sin enfermedad, sin guerras? ¿Es esa sociedad mejor algo tan irracional que está fuera del alcance de nuestra cultura y nuestra tecnología? ¿Es mucho pedir vivir en un mundo en el que nuestro día a día contribuya al sostenimiento respetuoso del planeta, al bienestar de los demás y a la satisfacción íntima en lo que somos y en lo que hacemos? ¿Dónde ha ido a parar toda la herencia tecnológica y cultural de nuestros ancestros?
Necesitamos una nueva “historia de la vida” que trascienda lo viejo y abrace lo nuevo, una nueva visión que nos alumbre y nos abra opciones de lo que podemos llegar a ser individualmente y colectivamente. Al menos, yo la he necesitado, y mucho. Y sin duda, creo no equivocarme si afirmo que nuestros jóvenes también la necesitan.
Tan grande fue mi necesidad que hace dos años escribí #lovetopía. El nuevo mundo que llevamos en nuestro corazón como una reflexión personal, pero compartida, sobre cuáles son nuestras opciones de futuro si apostamos por recuperar una “historia de la vida” que se aleje de lo viejo que no sirve, que permita nacer lo nuevo que está emergiendo y que nos hable, sin paliativos, de que un mundo mejor es posible y está a nuestro alcance.
Nos esperan tiempos turbulentos. Nuestras maneras de actuar, de pensar y de ser quizás dejen de tener sentido, especialmente si estamos en la edad adulta. No sabremos qué está pasando, ni cuál es su significado y cómo nos impacta, ni quienes son amigos porque ayudan y quienes no porque dificultan, e incluso, no sabremos si el mundo que creemos estar viviendo es real o no lo es.
Algunos, muchos, ya hemos entrado en ese nuevo mundo. Y me gustaría decir, desde la experiencia, que es un mundo completo, sin dudas ni miedos, abundante de felicidad y amor, mucho mejor. Pero no es del todo así. Según reflexiono sobre el mundo que podría ser, y mi camino personal hacia él, algo dentro de mí cae en la duda y en la realidad que vivo y, con facilidad, identifico muchas heridas antiguas y mucho miedo íntimo. Son tantas las creencias, hábitos y prejuicios que se mueven, tantos los conocimientos y las experiencias que se manifiestan obsoletas, tantas las instituciones y los conceptos colectivos que hemos de evolucionar y cambiar, que el vértigo me acompaña más a menudo de lo que me gustaría. Y sé que son heridas antiguas de adulto y miedos íntimos de adulto.
Pero sin embargo, miro hacia atrás y ahora, desde esa misma escucha adulta, sé que sólo podemos caminar en una dirección: hacia lo nuevo. Sé que sólo avanzaremos si mantenemos conectadas nuestra cabeza y nuestro corazón, si hacemos que lo que ocurre en la sociedad sea coherente con lo que como hombres y mujeres llevamos dentro. Sé que sólo construiremos un mundo mejor y más hermoso si rompemos con la dicotomía entre lo profesional y lo personal, entre lo que nos pagan por hacer y lo que realmente nos gusta hacer.
Aún no tenemos una nueva “historia de la vida” más allá de los libros. Algunos de nosotros vemos y vivimos lo nuevo, una parte de lo nuevo, en todas esas corrientes y actividades que denominamos alternativas, holísticas o ecológicas. Aquí y allá vemos patrones o diseños que parcialmente representan lo que está emergiendo. Pero, cierto es, aún no tenemos una imagen completa de cómo será lo nuevo ni cómo nos afectará.
Ando embarcado en un nuevo proyecto de escritura que denomino “Economías desde el corazón”. Ya no como soñador, sino como economista, intento aislar y definir mejor qué es lo nuevo desde un punto de vista económico, cómo encaja en lo que tenemos y qué hay que cambiar para dejarle espacio. Muchas son las corrientes económicas que gritan por nuestra atención: la economía colaborativa, la economía del bien común, la economía circular, la economía directa, la economía humanizada, la economía social y solidaria, la economía sagrada, la economía basada en recursos y la economía de la intención. Mi buen propósito es ofrecer un mapa de qué son y cómo abrazarlas, especialmente desde la perspectiva de quien empieza, de quien quiere emprender y arrancar una nueva vida y una nueva actividad: los más jóvenes.
Porque, aunque no sepamos cómo será el mundo de lo nuevo, si sabemos quiénes serán los que crearán ese nuevo mundo: nuestros hijos e hijas, nuestros sobrinos y sobrinas, nuestros nietos y nietas, sus amigos y sus amigas, todos los que reconocemos como adolescentes y jóvenes de hoy.
Desde aquí, a escasos días de las elecciones, pido abiertamente que ofrezcamos a los jóvenes todos nuestros ánimos y toda nuestra ayuda. Que pensemos en ellos cuando votemos. O que les demos nuestro voto. Que votemos joven, que votemos nuevo. Que hagamos lo que esté en nuestra mano para que los que están lejos, los que han tenido que emigrar para buscar un poco de dignidad, también puedan votar a través de propuestas como Rescata mi Voto.
Pongamos encima de la mesa todo lo que ya sabemos y todo lo que aún no sabemos. Votemos recordando de dónde venimos, dónde estamos, a dónde queremos ir y a dónde no queremos ir. No dejemos a la vida en la cuneta económica. No empujemos a los jóvenes y a lo nuevo al ostracismo político y social. Es su tiempo y es su vida. No impongamos, desde el miedo a la nuevo, una historia y unos personajes que bien sabemos, de mil maneras posibles, desde la crisis, desde la guerra, desde la corrupción, desde la mentira, desde el abuso de poder… que nos han engañado y que ya no sirven.
¡Votemos con el corazón y no con el miedo! ¡Votemos joven y votemos nuevo! ¡Más nos vale no olvidar que la vida sólo tiene una dirección y que esta única verdad alberga grandes implicaciones para la vida!
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